Son las tres de la mañana, la aurora está por llegar. Julia no ha levantado la cabeza de su obra desde hace varias horas. Mientras enhebra por centésima vez la diminuta aguja, especial para las delgadas hebras en hilo de Milán, recuerda que empezó a bordar la primorosa blusa de china supay hace casi un mes pensando concluir antes, pero el trabajo es moroso y si persigue la excelencia, requiere tiempo y paciencia.
Puntada a puntada, Julia persiste en el trazo delineado; está cansada, pero sus ágiles dedos bien entrenados siguen pinchando el bastidor; de a poco, el lienzo blanco va cobrando vida propia, reflejando la imponente y colorida silueta de un diablo bailando. La dirección de los cuernos, la dimensión y expresividad de los ojos, la lengua bífida de una maligna serpiente, son solo algunas de las características únicas en cada pieza bordada, un proceso casi mágico que pocos saben valorar.
Cuando se ve el inicio de un bordado parece un trabajo simple, sin embargo, la maestría en este arte requiere años de práctica y dedicación, generalmente un conocimiento que se transmite de generación en generación, al que indudablemente se debe añadir el amor por lo que se hace y el gusto innato que no se aprende, se nace con él.
Como Julia, son muchos los talentosos artesanos que ponen su arte y talento en cada magistral atuendo que crean con las manos y el corazón. La fe y la alegría del danzarín -ya vestido- junto a los acordes musicales de nuestro folklore, crearán la magia del Carnaval de Oruro.
Quizás es tiempo de asignarle al talento el valor justo, muy lejos de la gran producción masiva e industrializada, sin alma; muy cerca de nuestras raíces y la construcción cultural materializada en obras maestras únicas que merecen una segunda mirada.
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