La PRESENCIA de diablos en algunas ceremonias tradicionales americanas, constituye uno de los
tantos aspectos interesantes del folklore continental.
Su existencia, en la mayor parte de los casos,
está vinculada y justificada a principios e influencias
del cristianismo. "No debe olvidarse que junto con la
espada llegó la cruz a América, y que los sacerdotes,
deseosos de convertir a la población indígena, utilizaron todos los medios posibles para persuadirlos y que
el santo temor se adueñara de sus almas.
El diablo es la sombra, la oscuridad, el Mal y
luchó siempre con todas las armas para destruir el
Bien, que es luz y, en esencia, Dios mismo.
Estas luchas fueron escenificadas y teatralizadas ya en el Viejo Mundo del que pasaron al Nuevo,
donde con algunas modificaciones se adaptaron a la
mentalidad del indio. En España misma, aún en nuestros días y en determinadas festividades, diablos enmascarados hacen su aparición, con lo que se mantiene
la continuidad del teatro litúrgico medieval y auto sacramentales.
Muchas de estas ceremonias o diabladas como
se les llama, han desaparecido, otras se han modificado aún más y quedan en ciertos países con una vitalidad asombrosa, no ligadas exclusivamente a fiestas religiosas sino a celebraciones paganas, como la del Carnaval, por ejemplo, planteando más de una vez la duda sobre su remoto origen.
Diablos y diablitos caracterízanse en todos los
casos, por una vestimenta especial y el uso de máscaras hechas por eximios artistas populares que, como
las de Bolivia, constituyen verdaderas joyas salidas de
las manos de careteros excepcionalmente dotados, indios la mayor parte de las veces, mestizos otras.
En Huamahuaca, Argentina, pueblo situado en
la quebrada de su nombre, equidistante de Jujuy, capital de la provincia (hoy llamada San Salvador de Jujuy) y de La Quiaca frente al límite con la República
de Bolivia cuya influencia ha sentido, es donde encontramos diablos. Hacen su aparición en Carnaval, calles
adentro, y por senderos que suben y se pierden tras las sierras lejos de la mirada de turistas que aspiran a
gozar gratuitamente de un espectáculo que no se ha
hecho para ellos precisamente.
Forman comparsas y su vestimenta es bastante uniforme, de colores vivos y una máscara con cuernos de trapo hecho sin gran desgaste de imaginación.
Colgados del cuello llevan hortalizas diversas, quesillos de cabra y otras cosas más entrelazadas con serpentinas.
Salen de recorrida al son de quenas, cajas,
bombos y antaras como las pandillas peruanas y su
entusiasmo y alegría se cristaliza en el baile, especialmente en el carnavalito, en el que participan todos
ellos más las jóvenes arrastradas por el vértigo carnavalesco.
A medida que pasa el día, más se acerca el momento en que ha de ser enterrado el Carnaval. Llegada la hora convenida, desaparecen los diablos de la escena, y por distintos caminos llegan sin que sea posible seguirlos hasta un cardón cuyos brazos se abren
como en un ruego hacia el cieló diáfano, en algún cerro vecino, y allí, siguiendo una costumbre tradicional, cavan una fosa en la que sepultarán un diablito
que personifica la fiesta vivida y que para algunos es
lo que llaman pukllay. Entonces, “bailan en torno,
enlazados los brazos por parejas o tomados por la mano en rueda, formando poy vez última esas figuras del carnavalito”. El pelele simbólico yace rodeado de los
frutos con que quieren realzar su influjo propiciatorio. A ellos agregan con frecuencia las ofrendas tan
comunes en el norte argentino: coca, unas gotas de
chicha, llicta, acaso un cigarrillo. Alguno de los diablos, de rodillas, como en invocación a Pachamama,
la diosa telúrica, los deposita en un lugar directo para
cambiar sus disfraces mefistofélicos por sus propias
ropas, que algún amigo ha llevado disimuladamente
desde la casa. Y a poco se los ve llegar por las calles
desiertas, barridas por el viento helado de la Puna, cabizbajos y mustios.
Con el Carnaval enterraron también sus alegrías y sólo les queda el cansancio de esta agitada vida de tres o más jornadas sin norma, ni horario, ni
uietud. En el fondo de ese abatimiento reconcentra o, resuenan, como un antídoto espiritual, los versos
finales de la copla, con tono de ruego impregnado de
esperanza:
“Echenle poquita tierra”
“Que se vuelva a levantar”
(Cortazar)
En Bolivia son famosos los diablos de Oruro
que también aparecen en Carnaval integrando las famosas diabladas, las que por primera vez, en 1953, debían hacer su presentación fuera de su patria para ofrecer en Buenos Aires demostraciones de su arte.
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